La sombra se alargaba tanto que lo cubría todo. El suelo, las fachadas, las ventanas, los tejados y casi el cielo se tornaban negros a su paso. En cada uno de los ladrillos se ocultaban los resquicios de su presencia, motas de polvo encajándose en un recuerdo que ella también grabaría en su memoria. Uno, dos y tres. Paso tras paso cada centímetro que se alejaba de aquella puerta, aquella casa y aquella historia la hacían más fuerte. Se sentía por primera vez en mucho tiempo una mujer de esas que hacen historia, de las que crean hitos, rompen prejuicios y mueren felices por defender un sueño, de las que se convierten en sus propias heroínas.
Cuando salió del callejón y dobló la esquina tiró a la basura los papeles arrugados de los bolsillos, cualquier rasgo de identidad pasada que la pudiese señalar y por último lanzó el móvil a la calle con tal fuerza que se dividió en más pedazos de los divisibles. Miro al coche amarillo que había más allá y sonrió con una belleza suficientemente radiante como para hacer que la conductora se acercase.
—¿Te llevo a algún lado? —le dijo una vez bajada la ventanilla apoyando su brazo y compartiendo una tierna mirada de complicidad.
La mujer liberada se metió en el coche dando saltos de alegría. En los asientos de atrás estaban ocultas las mochilas que la noche anterior habían guardado con las conciencias llenas de nervios y las manos temblando de miedos.
—Vámonos lejos de aquí —, le sugirió mientras se ponía unas gafas de sol alargadas de un color rojo tan vivo como ella.
El coche arrancó y ninguna de las dos se preocuparon por la matrícula falsa, los papeles con otras identidades, sus familias que denunciarían la desaparición días más tarde, la decepción de algunos allegados que años más tarde podrían llegar a perdonarlas. Ahora solo se preocupaban de conducir bajo el sol que lo iluminaba todo hasta donde les llegase la gasolina ese día, y al siguiente y al otro y luego muchos otros más. Ahora solo se preocupaban de soñar.
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