Estaban retransmitiendo por la tele el final de los tiempos. El calvito que comentaba el nivel de aumento del calor por zonas de la tierra sonaba casi emocionado, ¡ojalá se muriese él también! ay, perdón, debía controlar esos ataques tontos de odio impuro: la muerte para quien la merezca.
La cabaña que el reverendo les había construido no parecía que fuese a aguantar una de esas olas de temporales radioactivos de las que hablaba, pero quién era ella para cuestionar ahora a ese hombre tan simpático que durante décadas había previsto algo tan inverosímil como un apocalipsis en pleno siglo del avance ecológico. La verdad es que la había preparado bien a ella y al resto de 100 personas que se refugiaba en aquel lugar: un montón de latas de comida, agua, varios juegos de mesa, camisas de antiradiación y hasta una radio con la que comunicarse con el exterior una vez que se pudiese albergar vida de nuevo allí afuera. Menos mal que había conocido a aquel hombre en una de las charlas a las que la invitó la chica de meditación para controlar la ansiedad. Era una pena que en el mundo tras el apocalipsis el dinero ya no fuese a ser tan valioso como lo era ahora, pensar que todo lo que había conseguido ahorrar no iba a servir de nada, ¡ya le decía siempre sus padres que si no se lo gastaba en lugar de ahorrarlo iba a terminar siendo la más rica del cementerio! y tenían casi razón, pero bueno, al menos el reverendo tenía las claves de su cuenta para poder intentar cambiarlo por aquello equivalente a la riqueza después del apocalipsis.
Mejor centrarse en cantar aquellas canciones tan bonitas de los encuentros con el resto de salvados antes de entrar a la caseta mientras pasaba el temporal. Aquel calvito no dejaba de hablar con una sonrisa en la boca. Se parecía mucho al amigo del reverendo, tal vez fuese él y había aprovechado bien estos últimos años de preparación labrándose una carrera como periodista.
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