De las metífluas aguas de aquel pantano se dio forma el objeto que impidió que se pudiese afirmar que no existía nadie en este mundo. Era una mujer y estaba a punto de parir. Durante 6 días y 5 noches estuvo dando a luz al resto de humanidad que poblaría el resto del planeta con el porvenir de los años y siglos. Los hombres y mujeres que de allí nacieron eran deformes y atrofiados. Tenían partes del cuerpo que se les desprendían sin derramar sangre hasta que la naturaleza encontró su forma más ergonómica.
La primera mujer murió y de su recuerdo nacieron los dioses. Con el tiempo, la metáfora se comió al objeto. Con mucho más tiempo el cuento se convirtió en una realidad mucho más importante que el mismo inventor.
Y las civilizaciones empezaron a converger. Se mezclaban, maleaban, bullían, se inventaban normas y guerras antinaturales, totalmente contraproducentes para la evolución. Llegaron hombres tan fuertes que derrotaron a los mitos que antes se habían impuesto. Llegaron nuevas religiones sin un dios más allá del ego.
Al final quedó el vacío. Pero uno interno, uno que habita en las cavernas como antaño, pero de nuestras entrañas. Fuera estaba el ruido, la gente, la contaminación y la muerte. Dentro, la aún más muerte.
Hoy.
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