Por las noches la miraba desde el otro lado. La veía. Respiraba pausadamente. Uno, dos, y vuelta a coger aire. Ojalá estuviese así de tranquila siempre. Últimamente había estado más molesta de lo normal consigo misma. Siempre se pellizcaba la barriga por esa zona de tripita que la hacía tan bonita. Se tocaba las caderas intentando encajar en unos pantalones de niña. Le decía cosas malas, muy malas y a veces incluso lloraba.
Por las noches la miraba desde allá. La veía. Y soñaba con que ella se viese también desde su misma perspectiva. Apostaba que nunca le llegaron ninguno de los piropos que le soplaba, ni ningún grito de buenos días. No se imaginaba qué cambio de realidad tan terrible podía haber desde el otro lado para no verse como ella la veía. Así que esa noche salió del espejo.
Atravesó el cristal sin romperlo y se reposó sobre los pies de la cama y se recostó junto a ella. Respiraba calor, podía ver cómo se le empañaba con cada expiración. Se acercó más a su cara. La quiso besar. La besó. Y en una inspiración la niña absorbió a su reflejo.
Otra persona se habría levantado al día siguiente y se habría asustado al no encontrarse en el espejo, incluyendo a la niña en un día cualquiera. Sin embargo ese día no se asustó, ni al siguiente, ni al otro, ni al de más allá. La niña no sabía que no tenía reflejo. Porque tampoco le hizo falta. Jamás volvió a mirarse y requetemirarse en ningún espejo, se sabía guapa, se sentía estupenda, radiante y ya. Y es que aquel día despertó con una vocecita en su interior que le acariciaba el subconsciente. Y ya jamás nada le importó, ni siquiera no reflejarse.
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