Discutir no es imponer. Por curioso que parezca, por raro que os suene, discutir es compartir una opinión propia con argumentos, una visión del mundo, defenderla y esperar a que la otra persona te responda con algo que lo apoye, que lo refute, con nuevos argumentos. El punto y final puede ponerlo un acuerdo, o incluso un desacuerdo en el que se acuerda. El punto y final puede ser convencer al otro de tu opinión, o convencerte tú de la contraria, modificar algo de tu comportamiento, de tus axiomas mentales con los que iniciaste la conversación. Eso es discutir.
La gente discute con los ojos y oídos cerrados. Escupe argumentos generalmente hirientes como si ya estuviesen defendiéndose de un ataque y cierran las compuertas a cualquier alud de dudas. La gente responde con un símbolo en señal de apoyo, con un insulto a sus masas cortando así toda comunicación contigo y vendiéndote a la turba, o, en el mejor de los casos, con una sentencia propia con aires de superioridad y tono despectivo. Eso no es discutir, claro que no.
Ya nadie pregunta, nadie duda, nadie se interesa o se informa. La gente consulta sus propias fuentes, fuentes que no sabe si son fiables, cuyo respaldo y solidez son inexistentes para las personas que las usan. Se desarrollan teorías pensando que tienen la razón de manera irrefutable. Nadie piensa que puede ser amigo de otro alguien con opinión contraria, nadie piensa que se puede interpelar una opinión ajena sin intención de convencer y tener la razón, nadie piensa que se puede hablar de manera amistosa con quien opina diferente.
El siglo XXI es el siglo de los monólogos y de la ofensa, del onanismo pseudointelectual, de la argumentación con superioridad y la poca humildad, de la incapacidad de dudarse.
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