#Cuento | Tímido

Os voy a contar la historia de un chico que conocí un día. Era un chico tímido, ordenado, cuidadoso, cualquiera que lo conociese diría que era un muy buen chico, y pensar lo contrario sería una gran mentira, pero a veces los chicos buenos y tímidos no son tan buenos… sobre todo consigo mismos.

Este chico, al que llamaremos Eduardo, vivía en un pueblo apacible rodeado de muchos y buenos amigos. Él, como todo el mundo, tenía su propio caos en la cabeza, uno enorme, pero que guardaba metódicamente en cajas bien arrinconadas y en perfecta armonía con el resto de bártulos de su casa inmaculada. Vivía feliz, y, además, le encantaba su pequeño orden.

Un día hubo un terremoto en su pueblecito cuyo epicentro fue su casa. Todas y cada una de las cajas se volcaron y Eduardo entró en pánico porque recordó que debía haber etiquetado el contenido de cada caos para que, si algún día decidía resolverlo, pudiese encontrar dónde estaba.

Sin embargo, como el pueblo era tan chiquito, todos sus amigos pensaron que el epicentro se produjo en la casa de cada uno de ellos y pidieron ayuda a Eduardo ya que las cajas, cajones y menesteres que jamás ordenaban, estaban todos mezclados en sus casas de paredes tan sucias que apenas se apreciaba el color. Eduardo, tímidamente, ayudaba a sus buenos amigos a ordenar aquello que jamás antes siquiera se dignaron a ordenar por sí solos y que ahora, con la excusa del temblor, habían encontrado el momento de examinar. Él a veces recordaba que su casa también estaba desordenada, y esto le generaba caos que guardaba en los bolsillos y colocaba en cualquier lugar cuando llegaba a su casa porque no tenía fuerzas de haber estado ordenado los hogares del resto. Tampoco le dijo nunca a nadie que el epicentro había sido realmente en su casa. No quería que sus molestias importunasen a nadie, ¡ya se darían cuenta algún día y preguntarían! Pobre Eduardo, no sabía que nadie suele preguntar por el otro, y que eso tampoco es señal de malos amigos, sino solo de que cuando te haces adulto tienes menos tiempo y más problemas.

Un día, cuando habían pasado meses y meses tras aquel temblor, Eduardo llegó a su casa y la puerta no se abría. Se quedó muy extrañado y empujó fuerte para ver si tal vez había algo que la estuviese obstruyendo. Efectivamente no cedió, pero logró saltar hasta una de las ventanas para ver qué es lo que ocurría con la puerta de su casa, aunque tampoco logró ver nada. Pensó en qué podría ser y, con mucha vergüenza, llamó a un amigo para que le ayudase a entrar en su casa. Su amigo, por supuesto, lo ayudó muy agradecido, ¡por primera vez Eduardo se había atrevido a pedirle un favor! Pero tampoco pudieron. Llamaron a más amigos que, como al primero que llamó, se sintieron muy contentos de que Eduardo les hubiese contado que no podía entrar en su casa porque jamás habían tenido la oportunidad de entrar en ella y querían saber cómo era. Al final fueron centenares las personas que se acercaron a ayudar a Eduardo, casi más conmocionados por el hecho de que hubiese hablado, que por el de la curiosidad de ver cómo era su casa o qué es lo que le ocurría a la puerta. Finalmente lograron entrar… ¡y descubrieron un gran caos sin empaquetar! Uno casi impenetrable, tan, tan denso, que había obstruido la puerta de su casa al cerrarla esa misma mañana. Un caos tan negro que era imposible no ahogarse entre aquellas paredes que nadie creía que pudiesen ser de un color más claro. Eduardo rompió a llorar y no sabía expresar lo que sentía porque nunca antes lo había hecho, así que lo único que le salía eran verbos sin conexión y frases atropelladas. Sus amigos y vecinos le ayudaron a recoger algo de aquel caos y lo guardaron en las primeras cajas que vieron sin pensar en si podían ser las adecuadas. Solo lo hicieron porque querían ayudar y querían que Eduardo volviese a poder entrar en su casa.

El chico estuvo mucho tiempo pensando, no recordaba dónde había guardado cada trozo de esa densidad en su momento, las cajas a penas se veían y, se aventuraría a afirmar, que las etiquetas ya no funcionaban. ¿Cómo podía ser? Aquello lo agobió más. Decidió volver a ayudar a sus amigos, pensando que, si podía ducharse por las mañanas y dormir por las noches, era suficiente hasta que arreglase el caos del resto ¡porque sus amigos lo necesitaban! Pero no sé hasta qué punto se creyó aquella excusa.

Un día decidió que no estaba cómodo y aceptó que las cajas ya no servían. No solo porque hubiese acumulado más caos del que podía guardar en ellas inicialmente, sino porque habían quedado obsoletas. Llamó a sus amigos y les pidió perdón por no poder ayudarlos a arreglar sus ya inmaculadas casas que aun así necesitaban una mano de pintura, pero es que cada vez que abandonaba su casa, los zapatos sucios impregnaban de caos las casas del resto, y no quería que eso volviese a suceder. Todos lo comprendieron y le ofrecieron sus manos y voluntad pero Eduardo, que era muy ordenado, las rechazó amablemente porque ninguno de ellos conocía el orden en el que disponer cada traza.

Tardó mucho tiempo, pero al fina Eduardo logró colocar todas las cosas dentro de nuevas cajas. Seguían siendo caóticas y la distribución era muy diferente a la que él recordaba antes del terremoto, casi algunos dirían que se había vuelto loco. Pero Eduardo nuevamente se sentía cómodo dentro de un nuevo orden. Así, cada vez que volvía a su casa después de ordenar las casas de sus amigos que cada dos por tres se descuidaban, se sentía relajado y orgulloso. Jamás volvió a dejar desordenada su casa, al menos no demasiado.

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